Divinos de la muerte

Divinos de la muerte

Sucedió en fecha reciente, mientras el mundo libre fijaba su atención en el escrutinio constante de las políticas de Donald J. Trump como si este fuese el último mono en la tierra, un extremo que la prudencia y la biología aconsejan no descartar. En el exclusivo barrio de La Jolla, en San Diego, y sobre el tapete de un majestuoso Torrey Pines Golf Club, un mozalbete vasco con apellido sajón se alzaba con su primer torneo del PGA Tour, la NBA de un deporte tan maravilloso que se puede jugar fumando. Jon Rahm, que así se llama el muchacho de Barrika, un pequeño municipio de la comarca vizcaína de Uribe, confirmó de un plumazo las fundadas expectativas creadas ante su reciente salto al profesionalismo, apenas una docena de torneos de verdad en la mochila, de esos en los que te peleas con los mejores jugadores del mundo por las habichuelas y no solo por el placer de perseguir un sueño.

Fue a finales de junio del pasado año cuando Jon estrenaba su tarjeta de la PGA en un torneo organizado por la Tiger Woods Foundation, el Quicken Loans National. Su puesta de largo la siguió atentamente el último gran cacique de un deporte que acostumbra a fabricar leyendas efímeras y comparte la gloria a muy corto plazo. A punto estuvo el vascón de dar la campanada e inscribir su nombre en el tablón de los elegidos al primer intento pero, en Annapolis, la ciudad de Maryland que acogía el citado torneo, la épica más yanqui acudió al encuentro de los presentes con toda su parafernalia de barras y estrellas, sirviendo en bandeja a los presentes una de esas historias que tanto agradan al norte del Río Bravo.

El cuento de hadas lo protagonizó, en esta ocasión, un semidesconocido Billy Hurley III, antiguo teniente de la Marina y oficial al mando de una división destinada al Golfo Pérsico durante dos años, almacenados como anchoas en las tripas del destructor USS Chung-Hoom. Invitado a jugar por un patrocinador local, el número 607 del ranking mundial decidió estrenar su palmarés en un campo situado a escasos veinte minutos de su casa y a tiro de piedra de la misma academia militar en la que se había graduado doce años antes. Tras más de cien torneos PGA sin rozar siquiera la gloria, a Billy Hurley III le sonrió la fortuna en la primera cita de Jon Rahm con la historia. Para rematar su pequeño momento de gloria, Hurley todavía hizo una cosa más. Como ganador del torneo le correspondía una tarjeta que le permitía jugar el Open Championship, el más antiguo de los grandes torneos del golf mundial y el único que se juega al otro lado del charco, en Gran Bretaña. Su disculpa no desmerece en nada a su gesta: tenía una boda en Leesburg, Virginia. El correspondiente trofeo, el que Jon Rahm acarició con la punta de los dedos, se lo entregó el mismísimo Tiger Woods en una ceremonia donde no faltaron marineros vestidos de bonito, oficiales con el pecho cubierto de medallas, niños y niñas de cabellos rubios y banderas, muchas banderas.

De vuelta a un pasado mucho más reciente, otra vez bajo el sol dorado del barrio de La Jolla, nos topamos con un Tiger dispuesto para su regreso tras dos años en blanco por culpa de una fastidiosa lesión de espalda, otra vez las garras afiladas y el culo apretado. Comenzaba un nuevo asalto al trono que ocupó durante una década sin que nadie osase discutírselo, extraterrestre negro que obligó a modificar algunas normas para evitar una escabechina todavía mayor. Regresaba el rey para reclamar su corona, la misma que perdió sin saber muy bien cómo… o quizás sí. La madrugada del 27 de Enero de 2009, en medio del habitual éxtasis navideño, una patrulla de carretera informaba de un vehículo siniestrado en las tranquilas calles de la urbanización Isleworth, en Florida. Un Cadillac Escalade había colisionado con una boca de riego y terminó estampado contra un árbol. En su interior, un ilustre ciudadano: Tiger Woods. Las primeras informaciones, alarmantes, pronto fueron desmentidas por un comunicado del propio hospital al que fue trasladado: algunas magulladuras en el cuerpo y unos cortes bastante feos en la cara, nada grave. Con el paso de los días, sin embargo, la historia fue tomando un cariz salvaje, desgarrado, teñida por un oscuro tinte novelesco que se amenizaba con música de organillo barato, como en el cine porno de los años ochenta. El pequeño accidente de tráfico no era más que la punta de un iceberg que comenzó a resquebrajarse entre acusaciones de infidelidad, alcoholismo y problemas con el juego.

Tiger Woods. Foto: Cordon

Eldrick Tont Woods y Elin Nordegren se habían conocido varios años antes con Jesper Parnevik como ilustre celestino. Golfista profesional y compatriota de Elin, el sueco terminó por ceder a la insistencia de su amigo por conocer a diosa nórdica que se encargaba de cuidar a sus hijos, labor que alternaba con algunos trabajos como modelo. Cuajó el amor, o lo que fuese, y a los pocos meses sonaron campanas de bodas en Barbados, una ceremonia que se adjetivó como íntima pero que congregó a más de doscientos invitados. Luego llegaron los niños, Sam y Charlie, niño y niña, la perfecta parejita. Su vida en común, al menos la que trascendía, parecía diseñada por un publicista de derechas con un gusto exagerado por el almíbar, pero la noche del accidente se desató un temporal tan virulento que terminó por arrasarlo todo, también el reinado del Tigre sobre los campos de hierba legal más caros del planeta. El espectáculo posterior superó los límites de lo bizarro y, entre otras cosas, terminó aceptándose como cierta la teoría de que el choque contra la boca de riego fue producto del intento desesperado de Tiger por huir de la furia nórdica de su esposa, hija de Thor y de Odín. Los cortes en la cara no habían sido causados por los cristales del coche, se aseguraba en cualquier corrillo de oficina o barra de bar.

Hasta catorce mujeres diferentes circularon por los platós de televisión para contar sus aventuras sexuales con el golfista, una de ellas incluso llegó a publicar sus experiencias negro sobre blanco, lo que demuestra una vez la teoría de mi padre de que todo el mundo tiene un libro excepto yo. Camareros, crupieres, recepcionistas, periodistas, proxenetas… Todo el mundo tenía algo que contar sobre la vida secreta de Tiger Woods y siempre había una cámara o un micrófono cerca, dispuestos a escucharlos. Él, que había sido el estandarte de la américa moderna, el mocito que derribó las barreras del racismo y el clasismo tan presentes en el deporte favorito de los blancos de clase alta, estaba siendo desterrado a los infiernos y desposeído de toda aura. Su enorme sonrisa de labios carnosos y dientes blancos, la misma que había labrado varias fortunas en concepto de derechos de imagen, se apreciaba ahora como la mueca sátira de un vulgar pervertido, de un hombre que escupía en la voluntad de Dios y amenazaba el bienestar de las buenas familias cristianas. Muchos de sus principales patrocinadores rompieron los contratos que unían su imagen de marca al rostro de aquel adúltero, de aquel demonio negro obsesionado con follarse a buenas chicas blancas, capaz de apostar veinticinco mil dólares en una sola mano de Black Jack mientras medio mundo pasaba hambre y moría sin haber visto una triste baraja de cartas en su vida. El aire se volvió irrespirable para un felino como él, tan acostumbrado a los mimos y las buenas palabras como cualquier minino doméstico. Lo que no habían conseguido sus rivales sobre el campo, lo estaba consiguiendo el peor de los enemigos al que un ciudadano de los Estados Unidos se puede enfrentar: la moralina.

Y volviendo al principio, sucedió en fecha reciente que el viejo rey anunciaba su regreso y la legítima aspiración de volver a sentar su pateado culo en el trono de los dioses del golf, una especie de Ragnar Lothbrok negro que regresa envejecido a Kattegat varios años después de haber sido derrotado por su misma carne. En el Farmers Insurance Open de Torrey Pines, el mismo torneo que ha confirmado a Jon Rahm como aspirante de ley a la herencia del Tigre, Woods no fue capaz de pasar el corte y algunos medios de comunicación han aprovechado la ocasión para declararlo deportivamente muerto por enésima vez. Craso error poner en duda a los más grandes de la historia en su disciplina y concebir el periodismo como una mezcla de adivinación y revanchismo, redacciones plagadas de magufos y sepultureros que juegan a ser dioses, a dar y quitar vida. A la mañana siguiente de enterrar a Tiger Woods con gran pompa y adjetivos muy tajantes, algunos de ellos se vieron obligados a cavar muy hondo para dar con la tumba en que habían sepultado a Roger Federer, otro ilustre cadáver que se ha empeñado en demostrar la diferencia entre los simples mortales y los divinos de la muerte: aunque los incineren, ellos siempre vuelven.

 

Fuente: Jot Down

 

 
 
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